La crisis de un sistema se puede comparar con un naufragio. El sistema (como el barco) es instrumental: sirve si vale para llevar a puerto —o al menos mantener a flote— a las personas y al cargamento. Por eso la respuesta del capitán ante el peligro de hundimiento tiene dos fases completamente diferenciadas y es crítico no confundirlas. En la primera el objetivo es movilizar los recursos para frenar las vías de agua y achicar lo que pueda introducirse en el casco. A veces esto exige cerrar escotillas y dar por perdidos algunos compartimentos, o soltar lastre para permanecer a flote. Pero hay un momento decisivo, a partir del cual ese esfuerzo frenético es inútil, pues el hundimiento resulta inevitable. Es el momento de hacer sonar las alarmas y llamar a todo el mundo a los botes salvavidas o a aferrarse a los despojos. Una decisión que solo puede tomar el capitán, pero que todos deben acatar.
El reto de declarar el naufragio es múltiple. Primero hay que acertar con el momento en que se da la voz de alarma y tener la autoridad suficiente para coordinar la nueva estrategia de modo eficaz. Si se declara el naufragio demasiado pronto, se estará perdiendo todo un bagaje aún salvable, fruto de la precipitación o el miedo, y puede haber dudas y descoordinación, además de la pérdida de la fama. Si, por el contrario, se llega demasiado tarde, puede que se pierda no solo el cargamento, sino toda la tripulación y los pasajeros, primero sin darse cuenta, y por fin en medio del pánico. Segundo, hay que asumir el coste de la decisión, sabiendo que todo el cargamento se sumergirá en el fondo del mar. Tercero, el capitán y su tripulación deben ser los últimos en abandonar la nave, con riesgo cierto de su propia supervivencia. Por último, una vez sumido el casco entre los remolinos de espuma, la historia no ha hecho más que empezar: hay que conseguir llegar a tierra firme o ser rescatados lo antes posible.
Ante la crisis, se han puesto de manifiesto las limitaciones, ineficiencias y defectos estructurales de nuestro sistema político. Se trata de un fenómeno que trasciende nuestras fronteras. Estamos en un cambio de época, donde un cierto modelo económico y social ya no convence a una parte importante de la población; se extiende el escepticismo ante los viejos mitos que mantenían cohesionadas nuestras sociedades. Ante la falta de respuesta por parte de las instituciones y los evidentes comportamientos egoístas y extractivos de ciertas élites, se ha abierto un espacio político sensible al relato populista. En frente se sitúan algunos que insisten en la estrategia del encastillamiento, quizá con la buena intención de no poner en riesgo el difícil equilibrio en el que nos encontramos.
Por retomar la metáfora: la sociedad está dividida entre quienes dicen que el barco aguanta sin necesidad de grandes reformas, piden que renovemos nuestra confianza en ellos y sigamos en nuestros puestos sin rechistar, y quienes dicen tener un manual para evitar el naufragio y volver a velocidad de crucero, pero que exige el relevo total de la tripulación. También están los que —con falsa audacia— quieren declarar el naufragio para hacerse con el timón, para inmediatamente después reorganizar la embarcación según su criterio. Por supuesto abundan los que sencillamente no saben lo que pasa, ni saben lo que debe hacerse, y simplemente reaccionan a los estados de ánimo de a bordo dando la razón al que más grite. Y tenemos finalmente a los que tienen su propia lancha motora preparada para zarpar, pues consideran que el barco no tiene futuro y que ellos sí saben navegar.
La realidad es que estamos en un momento delicado, donde nuestro relato político ya no es creíble para muchos, aunque no se ha generado una alternativa que dé confianza y sobre todo que sea capaz de unir a la mayoría de los ciudadanos. Es verdad: quizá no ha sonado aún la hora de abandonar el barco, ya sea porque compensa seguir remando hacia tierra hasta agotar el tiempo, o porque no tenemos mejor alternativa, o porque realmente creamos que podemos llegar a puerto con este navío. O quizá sencillamente ya no hay una autoridad capaz de declarar la alarma de modo autorizado y organizar una operación de rescate eficaz. Es difícil de decir, aunque cada vez son más las voces que se atreven a pensar más allá de los convencionalismos políticamente correctos y señalan vías de agua imparables, aunque quizá de efecto retardado. Pero decir cosas no convencionales no es siempre señal de tener razón, como tampoco lo es el ser joven, o no tener —o haber tenido— dinero o poder.
Lo que es seguro es que estamos todos en el mismo barco, y que hemos llegado lejos juntos. Nuestros destinos están unidos, al margen de nuestro nivel de renta o de formación, nuestra ideología o sensibilidad, al margen de que vivamos en el campo o en las ciudades, de que seamos jóvenes o mayores, castellanos o andaluces, los viejos en el mando o los recién llegados. Si nos hundimos, tocamos fondo juntos. Lo que necesitamos es reconstituir nuestro proyecto común y las instituciones que lo hacen posible, acabando con los privilegios de los que ganan por mantener su chiringuito a flote, a la vez que con realismo sobre las posibilidades de cambiar las cosas. Esta es una tarea eminentemente política, pero que no solo se realiza de arriba abajo, sino también desde la base, creando una cultura del encuentro y del diálogo, que evite maximalismos pero a la vez no se deje avasallar por falsos consensos y abra hueco a la diversidad de opiniones y modos concretos de cooperación.
Toda nueva época política empieza con una cierta amnistía, una amnesia o perdón constituyente. Hay cuentas que se dejan sin saldar, injusticias que no se aspira a corregir. Gente que sale de la cárcel o del ostracismo —ciertamente: no todos— y se incorpora a la vida civil en condiciones de igualdad. De ese modo, las diferencias políticas dejan de tener el carácter de criminalizaciones, los diversos grupos y actores se reconocen nuevamente su respetabilidad y se abren a la posibilidad de colaborar y negociar: a la política como arte de sumar. Borrón y cuenta nueva. Es el único modo realista de abordar de concertadamente las cuestiones de justicia y eficacia más acuciantes; de darse un nuevo plazo para mejorar las cosas, aun sabiendo que será necesariamente provisional.
Volviendo al barco: todos los que estamos a bordo somos necesarios. Seamos adultos: a estas alturas nadie va a desaparecer del todo, o a renunciar a todas sus pretensiones: ni los viejos ni los nuevos partidos, ni los de aquí ni los de allá. ¡Vendría tan bien que se repitieran los resultados del 20D para obligarnos a aceptarlo! ¿No es posible hacer borrón y cuenta nueva y ponerse de acuerdo para volver a remar en la misma dirección? ¿No deberíamos al menos tener levantadas las velas de un gobierno en minoría para no perder el impulso del viento, que siempre empuja aunque no venga de espaldas? ¿Es que no hay nada que nos una? Si no somos capaces de formular un relato sobre nuestro bien común, debería bastarnos recordar las pesadillas de nuestros males comunes de estos años, para volver a nuestras posiciones.
Y navegar insatisfechos, pero a flote y rumbo a puerto. (Además, si hiciera falta abandonar el barco, habría así alguna garantía de supervivencia).