Principios aspira a convertirse en el lugar de encuentro de quienes -desde la sociedad civil- quieren responder a los problemas contemporáneos de justicia política y social desde una perspectiva basada en el humanismo cristiano. Esta frase (“humanismo cristiano”) es un modo de definir el fondo común de nuestras ideas y propuestas. Pero como todo lenguaje, tiene limitaciones y variadas interpretaciones. Por eso en este post ofrecemos algunas pistas sobre lo que entendemos en Principios por humanismo.
Se suele decir que la civilización occidental –nacida en Europa, pero capaz de contribuir al desarrollo de todos los pueblos– está construida sobre tres colinas: la Acrópolis de Atenas, el Capitolio de Roma, y el Gólgota de Jerusalén. Además, cada nación –España de modo excepcional– ha desarrollado su propia aportación, su propio estilo, dentro de este marco común. En la actualidad, sin embargo, observamos que se intentan superar algunos elementos de este legado milenario y que se ignora su valiosa aportación para entender a la persona humana en sus relaciones con sus semejantes, con el mundo y con la trascendencia para quien crea en ella.
Por eso, lo que era una tradición consolidada es hoy una aportación contracultural. En efecto: el humanismo cristiano ya no es el credo de la mayoría social ni el sentido común de los ambientes intelectuales, académicos o culturales. Más bien se considera una gran herejía frente a las nuevas inquisiciones. Como hemos escrito otras veces, esas nuevas ortodoxias son: el individualismo radical que se impone mediante la intervención del Estado redefiniendo las relaciones sociales básicas (la familia, la educación, etc.), la tecnocracia economicista que reduce la vida social a un mero equilibrio de intereses, y la creciente amenaza del populismo de diversos signos, que pretende resolver la ambigüedad de los retos contemporáneos mediante simplificaciones que dividen a la sociedad. (Y por supuesto, fuera y dentro de nuestras fronteras, el fundamentalismo islámico).
Decía un conocido pensador político del siglo XX que el cristianismo tiene respuestas de las que ha olvidado las preguntas. De ahí que las propuestas cristianas de lo que son el hombre y la mujer –resultado del encuentro de la sabiduría bíblica y el personalismo cristiano con la razón griega y el derecho romano– suelen confundirse con una ideología enlatada impuesta desde arriba y desde el pasado que consolida las injusticias sociales y evita el progreso. El reto, por tanto, es actualizar este patrimonio para mostrar su capacidad de dar respuesta a las inquietudes del presente, que en cierto sentido son nuevas, ofreciendo esperanza para el futuro.
La inspiración del humanismo cristiano no significa repetir las fórmulas del pasado ni escribir al dictado de autoridades jerárquicas de la Iglesia católica o de otras confesiones. Ni siquiera es necesario ser creyente para compartirla. Por eso, no puede confundirse simplemente con la democracia cristiana, al margen de cómo se valore esta corriente política.
Aunque el humanismo deba ir hoy a contracorriente, no supone que deba ser conflictivo o polémico. De hecho es posible apelar al diálogo y al acuerdo sobre la base de muchos elementos de la cultura política liberal, nacidas en parte en la civilización clásica y que perviven en nuestras instituciones –hoy seriamente amenazados por el populismo–, como la democracia representativa; la libertad religiosa y los derechos humanos; el respeto al Derecho; la valoración de la propiedad privada y la libertad para emprender; etc. Ahora bien, lo mismo sucede con muchos de los conceptos adoptados por los movimientos progresistas: la igualdad básica de todas las personas, la lucha por la paz, el cuidado del medio ambiente, la atención a las minorías y a los marginados, etc.
Para ser contraculturales es necesario ser inteligentes y creativos. Pero no partimos de cero. Sin necesidad de remontarnos a los orígenes clásicos y medievales, hay muchos ejemplos en la edad moderna y contemporánea que pueden servir de referencia e inspiración: humanistas como Vives, Moro o Erasmo; los principios del Derecho de gentes desarrollados por la escuela de Salamanca; la superación de la esclavitud promovida por William Wilberforce; la defensa de los derechos de los trabajadores por tantos activistas y el desarrollo de la doctrina social cristiana y de la economía social de mercado; la inspiración moral de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948; el proyecto de integración europea de Robert Schuman, Konrad Adenauer y Alcide de Gasperi; la lucha por los derechos civiles de Martin Luther King Jr.; las aportaciones de tantos intelectuales que han dialogado con la cultura contemporánea, desde John Henry Newman hasta Joseph Ratzinger, pasando –en nuestro país– por Julián Marías o Xabier Zubiri; la renovada conciencia de la igualdad y la complementariedad del varón y de la mujer, destacada por Karol Wojtyla; la revolución pacífica frente al comunismo liderada por Lech Walesa o Vaclav Havel; la lucha contra la cultura del descarte y la globalización de la indiferencia por el papa Francisco…
La lista es extensísima y la enumeración anterior un vivo ejemplo de ella. Lo más interesante no es aprenderse los nombres de quienes protagonizaron el pasado, sino sumarse a la lista de los que quieren protagonizar el presente y abrir la esperanza para las futuras generaciones. Y esto exige compromiso, inteligencia y paciencia. Porque los problemas que enfrentamos no son sólo ni principalmente políticos. Y por tanto su solución tampoco vendrá de lo que hagan los políticos.
Es preciso trabajar desde la sociedad civil, aunque sin abandonar el reto de hacer presentes estas ideas en el debate político actual, trabajando con personas que no piensan en todo como nosotros. Eso es lo que intentamos hacer desde Principios creando base social, dando forma a nuestras ideas y buscando modos concretos de que tengan impacto político. ¿Te sumas?